Tom estaba perdido entre la gente. Por lo menos parecía gente, aunque él no lo vislumbraba con claridad. El rostro de algunos era deforme, estrafalario, terrorífico; otros se ocultaban tras brillantes y elaboradas máscaras llenas de cuentas, plumas y lentejuelas que solo dejaban ver el brillo de sus ojos a través de dos pequeños agujeros. Todos iban vestidos de forma extraña: algunos con trajes y vestidos extravagantes que crujían al moverse, otros con una especie de sabanas que les llegaban hasta los pies, otros con ropajes brillantes que parecían metálicos,…
Todos hablaban y reían agitadamente y, por encima de sus voces, retumbaba una música muy fuerte y estridente. Iban y venían por la sala que esta mañana era su gran y hermoso comedor y que ahora estaba abarrotada de mesas con comida y bebida y de aquella extraña gente que gritaba, reía y bailaba rodeada de luces de colores que le herían los ojos.
“Mara, ¿dónde está Mara?” pensó Tom, buscándola asustado entre el gentío. Hacía apenas unas horas ella le había ido a dar las buenas noches como siempre y le había pedido que no saliese de su habitación. Sin embargo el jaleo que le llegaba desde el comedor le impulsó a desobedecerla por primera vez en su vida y le instó a descubrir qué lo provocaba.
Ahora, aterrorizado, deseaba no haber salido nunca de su cuarto. Intentaba moverse entre la gente que lo apretujaba y empujaba buscando a Mara. “¿Y si está en peligro? O peor, ¿y si no está? ¿Y si me ha dejado solo?” Algunas personas al fin habían reparado en él. Lo miraban, reían y lo llamaban. Intentaban tocarlo. Tom asustado, trataba de esconderse tras las mesas, pero poco a poco lo rodearon. No encontraba por dónde salir.
De repente una figura despuntó entre los que lo acorralaban. Una muchacha con un vestido rosado y brillante, unas pequeñas alas de hada en su espalda, una fina corona sobre sus cabellos y su rostro oculto bajo una máscara llena de purpurina. Su aroma le resultó familiar.
— ¿Tom?
Su voz fue como un bálsamo para sus oídos. Era ella, se ocultaba tras una máscara, pero era ella. La muchacha se quitó el antifaz, se agachó y le tendió la mano y él corrió hacia ella, saltó sobre su regazo y le lamió la cara lleno de amor y agradecimiento por que lo rescatara de esa pesadilla.
Mara, sonriendo, abrazó a su perrito.
— ¿Qué haces aquí, niño malo? Te dije que te quedaras en tu cuarto— le regañó dulcemente. Tom agitó la cola alegremente, en brazos de su ama, y dejó que esta lo llevara de nuevo hacia la seguridad de su habitación.