Toda mi vida he guardado las formas. El primero de la clase, galante, educado, neutro, gris. Sin ideologías ni creencias ni fanatismos. Siempre he cedido mi asiento en el metro y el bus, siempre he bajado de la acera para dejar pasar a una persona mayor, nunca he levantado la voz, nunca me he peleado… y no creo que lo haga en un futuro próximo.
Soy, al fin y al cabo, el típico hombre del que dicen «Era un tipo tranquilo y amable, jamás pensé que pudiera hacer algo así» cuando hace una locura y la prensa entrevista a sus vecinos.
Soy un hombre gris, ya lo he dicho, y no me cuesta reconocerlo; me gusta ser así. Por eso puedo asegurarle que yo soy el primer sorprendido por lo que sucedió esa noche.
Fue un día normal, rutinario, como cualquier otro. Fui a la oficina, cerré un par de tratos, comí en el restaurante de siempre, volví al trabajo y a las diez de la noche emprendí el camino a casa. Era ya tarde, de noche, no había luna y brillaban muy pocas estrellas.
La calle estaba desierta, silenciosa; el ambiente era tibio, calmado. Una noche perfecta para pasear, así que me lo tomé con calma y di un rodeo pensando en pasar por el parque.
Todo estaba tranquilo y, entonces, la vi. Andaba unos metros por delante de mí. Era roja; hermosa y diabólicamente roja. Su cabello largo lanzaba destellos rojizos bajo la luz amarillenta de las farolas, su falda corta bailaba suavemente con el contoneo de sus caderas, el taconeo de sus altos zapatos rojos llegaba a mis oídos y, curiosamente, me recordaba a la cadencia rítmica de alguna canción. Sin darme cuenta, sin ser consciente de ello, aceleré mis pasos tratando de alcanzarla.
Vi que ella me miraba de reojo, provocadora, y aceleraba sus pasos también. Sentí como mi corazón latía al ritmo de su taconeo.
Yo aceleré, ella aceleró, jugaba conmigo, quería provocarme, lo sabía, y eso me encantó.
Su falda se bamboleaba con más fuerza, casi dejando ver su ropa interior que, ya lo sabia, sería roja. De vez en cuando me miraba de reojo, se aseguraba de que la seguía, y aceleraba de nuevo.
En un momento dado, no se muy bien cuando, empezamos a correr. Era como una Diana cazadora, con su vestido rojo, corriendo por sus bosques de asfalto. Por fin la alcancé cuando llegamos junto al parque. La cogí del brazo y, riendo, le dije:
― ¡Te pillé! Se acabó el juego, gano yo.
Sin darle tiempo a responder, la abracé y la besé. Ella se sacudía entre mis brazos y me mordió el labio. Quería jugar duro.
Caímos al suelo y rodamos sobre el césped por la pendiente del parque. Quedamos ocultos entre las matas y los arbustos.
Yo estaba ardiendo; le arranque la falda y le desgarré las braguitas que, tal como imaginaba, eran rojas. Ella se sacudía debajo de mí.
Cuando me incorporé para bajarme los pantalones ella trató de apartarse arrastrándose cuesta arriba. Seguía jugando conmigo, quería hacerme sufrir. Con los vaqueros por las rodillas la atrapé por los tobillos y, riendo, la arrastré de nuevo hacia mí y volví a ponerme sobre ella.
Ya no podía más y la penetré, salvajemente, como sabía que a ella le gustaba, aunque no sé cómo lo sabía. Ella seguía sacudiéndose debajo de mí, me arañaba la cara y la espalda, intentaba morderme y gritaba. Gritaba mucho, era una mujer muy apasionada, pero si alguien nos pillaba podíamos tener problemas, podrían pensar algo que no era. De modo que la cogí por el cuello y le tapé la boca.
Ella seguía sacudiéndose y yo no podía parar. En mi cabeza solo estaba ella, su cabello rojo esparcido por el suelo, las braguitas rojas rotas y tiradas a un lado, el aire caliente de su boca en la palma de mi mano, sus ojos profundos abriéndose de par en par.
No sé qué pasó; me descontrolé, no medí mi fuerza… no lo sé. Cuando me di cuenta de lo que había hecho me asusté y me fui. Luego, cuando la policía se presentó en mi casa, me derrumbé y dejé que me detuviesen.
Le aseguro que no quise hacerle daño, no sé qué me sucedió, doctor. Sé lo que hice, y sé que debo pagar por ello, pero no acabo de entender qué hago aquí.
—
— ¿Qué opina, doctor?
— Es complicado, inspector. Recuerda todo lo sucedido con gran profusión de detalles. Por supuesto lo narra llevándolo a su terreno; desde su punto de vista no hizo nada que la chica no quisiese. Para él, ella consintió, participó apasionadamente y, hasta el triste incidente, disfrutó.
— Pero esto es habitual, muchos violadores creen que, en el fondo, sus víctimas desean ser violadas. ¿Dónde está el problema?
— No sé si se ha dado cuenta, inspector, que he dicho «la chica» y no «las chicas». Ahí está el problema y el motivo por el cual, por ahora, debe permanecer aquí y no en una cárcel.
— No entiendo.
— El paciente concibe los ataques como una unidad. Cinco mujeres, violadas y asfixiadas en el mismo parque, el mismo día de la semana a lo largo de cinco meses, con rasgos físicos similares y siguiendo el mismo patrón. Lo repite todo, exactamente igual, pero para él solo ha sucedido una vez. Por eso en su relato hay elementos que no corresponden con exactitud con todos los casos. Son elementos recurrentes que existen solo en su fantasía, como el vestido y la lencería rojos. La mujer que describe es una amalgama de las diferentes víctimas de su psicosis. Las cinco mujeres, en su cabeza, son una sola; la misma cada vez.
Médico e inspector se acercan a la ventana de espejo y observan en silencio al hombre que, sentado en la habitación del otro lado, murmura una y otra vez: «Soy un hombre normal, neutro, gris… soy un hombre normal, neutro, gris….»
Héctor López