Una rosa en cada tumba

Una rosa en cada tumba. Todos los días.

Al principio puede parecer normal, de no ser porque cuando cerraba al anochecer no estaban y cuando abría por la mañana las encontraba ahí. Una rosa en cada nicho y frente a cada lápida. Había incluso en los panteones.

Primero pensé que era cosa de los jóvenes del pueblo que a veces saltan la tapia por las noches, pero estos suelen dejar, como mucho, botellas, latas y algún condón. Luego quise quitarle importancia al asunto. Quien dejaba las flores no hacía nada malo, salvo colarse en el cementerio por la noche. Ya se cansaría.

Sin embargo, pasaron los meses y las flores seguían apareciendo cada mañana. Una rosa nueva, fresca, levemente mojada por el rocío, que resaltaba entre las flores secas o las raídas flores de tela y plástico. En muchas sepulturas eran las únicas flores que había. Picado por la curiosidad, decidí hacer guardia una noche y descubrir quién dejaba las flores y porqué.

Al llegar la noche, cerré las puertas, me aposté junto a unos setos y me dispuse a esperar. No sé cuántos de vosotros habréis estado de noche en un cementerio a solas, pero la experiencia es un poco inquietante, incluso para los que habitualmente trabajamos allí. Más si, como yo, tenéis una mente meditabunda e imaginativa. El silencio, esa noche, sólo era roto de vez en cuando por el silbido del viento entre las hojas de los árboles. La luna iluminaba los caminos y arrancaba tímidos destellos de los apliques plateados de las lápidas. El tiempo pasaba muy despacio. No sé cuánto tiempo estuve allí, me había dejado el reloj olvidado en casa, pero sentía los pies helados por la humedad del suelo que se filtraba a través de mis zapatos. Las horas pasaban y, cuando ya pensaba que no aparecería nadie, nadie la vi.

Iba andando tranquilamente con un ramo de rosas en un brazo. Llevaba un vestido blanco y largo hasta los pies y el cabello, ondulado y de un rubio cenizo, suelto. Se acercaba por el camino y se detenía en cada nicho a dejar una de las rosas. Tras la sorpresa inicial, salí de mi escondite y la enfoqué con la linterna.

— ¡Eh! ¿Qué haces aquí?

Ella no se asustó, ni siquiera parpadeó. Sólo me miró fijamente y no respondió.

— ¿Cómo has entrado?

De nuevo el silencio fue mi respuesta. Ella me miraba fijamente, sin temor, sin sorpresa, sin curiosidad. En su rostro tan sólo vi una profunda tristeza.

— ¿Por qué lo haces?— pregunté de nuevo, bajando la linterna y sin esperar respuesta.

— Incluso los muertos se sienten solos mientras esperan en la tierra.

Habló sin apenas mover los labios. Su voz, sin embargo, sonó fuerte y clara, a la vez que dulce y musical. Acto seguido giró por una de las calles de su derecha. Corrí tras ella, pero cuando llegué a la esquina ya no la vi.

La busqué por todo el cementerio, pero sólo encontré el ramo de rosas tirado en el camino, a los pies de una tumba. Esta tenía una hermosa escultura de mármol de un ángel que, levemente inclinado hacia delante, invitaba a guardar silencio para no perturbar el descanso de los muertos. La tumba era bastante reciente y aún estaba rodeada por numerosos ramos de flores frescas. El rostro del ángel me resultó familiar. Confundido, decidí recoger el ramo, ponerlo junto a los demás y olvidar lo sucedido. Sin embargo las palabras de la muchacha seguían resonando en mi cabeza, intentando adquirir un significado.

Durante un tiempo las rosas siguieron apareciendo cada mañana puntualmente. A medida que se acercó el invierno su cantidad disminuyó, no todas las tumbas se despertaban con una flor cada día. Preferí ignorar el hecho de que en la tumba del ángel también, cada vez, iba menos gente a dejar ramos, pero cuando pasaba por allí no podía evitar recordar a la chica y sus palabras.

El invierno llegó, uno de los más duros que recuerdo. Una noche una gran tormenta azotó el pueblo causando grandes destrozos. Al día siguiente fui a revisar los daños del cementerio y, para mi sorpresa, aún encontré flores frescas, aunque castigadas por la tormenta, en algunas tumbas. También encontré fragmentos de piedra esparcidos por el suelo, aunque a primera vista las tumbas estaban bien. Las piedras parecían formar un pequeño camino, así que lo seguí y me condujo hasta el ángel. O más bien hasta lo que quedaba de él. Había sido alcanzado por un rayo durante la tormenta y estaba roto y ennegrecido. En una de sus manos, quebrada y tirada en el suelo, había una rosa roja.

La escultura quedó destrozada y no se puedo reparar, así que la quitaron del cementerio y, en su lugar, dejaron sólo la lápida del sepulcro. Durante un tiempo, las flores dejaron de aparecer. Sin embargo, desde hace un tiempo, cada mañana, mientras hace su ronda, puede verse al encargando depositando una rosa en cada tumba.

 

 

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